EN PRIMERA PERSONA: Albert ‘Chapi‘ Ferrer
Lo recuerdo como si fuera ayer. Volvía al Camp Nou después de vestir durante ocho temporadas los colores del equipo de mi vida. Era un 18 de abril de 2000. Yo jugaba en el Chelsea y aquella tarde visitábamos Barcelona para sellar nuestro pasaporte para las semifinales de la Champions tras ganar en el partido de ida por 3-1 en Stamford Bridge. Es curioso porque no es hasta que juegas como visitante cuando te das cuenta de las verdaderas dimensiones del Camp Nou. El Barça te hace correr de lado a lado y te obliga a vaciarte físicamente.
Se me hizo muy extraño. Recuerdo que llegábamos a ese partido con la sensación de que podríamos pasar de ronda gracias a la ventaja que teníamos de la ida, y más cuando nos pusimos 2-1 gracias al gol de Tore André Flo en el minuto 60. Sin embargo, ese día el Estadi volvió a hacer magia. El Camp Nou protagonizó nuevamente una remontada histórica. Se me hizo muy raro vivirlo desde el otro lado, pero ahora tengo un buen recuerdo de ese día. Era mi vuelta a casa y considero que, a pesar de la derrota, que fue dura, resultó una jornada muy especial.
Estas semanas estamos viviendo, todos y todas, un escenario extremadamente complejo que nos obliga a sacar lo mejor de cada uno. Nosotros en casa intentamos pasar el confinamiento creando nuevas rutinas junto con mi mujer, Genny, y mis dos hijos, Daniel y el Alexia, de 13 y 9 años respectivamente. Ver cómo crecen y poder compartir con ellos mi pasión por el fútbol es único. Precisamente fue con 13 años cuando mi camino y el del Barça se cruzaron. Entonces yo jugaba en mi escuela, los Maristes de Rubí, y cuando supe que el Club se había fijado en mí me puse muy contento, como no puede ser de otra manera.
Recuerdo ir a entrenar cada día desde Rubí -donde vivía- con una ilusión espectacular. Mi madre me llevaba cada día y poco a poco me fui adaptando a lo que significaba jugar en las categorías inferiores de un club tan grande como el Barça. Había mucho nivel y mucha competencia. Cada final de temporada todo el mundo esperaba con nerviosismo una carta que te comunicaba si te podías seguir desarrollando como jugador dentro del Club o lo tenías que hacer en otro equipo. La cantera azulgrana te permite aprender e ir formándote como jugador, pero también como persona. En mi caso, el sueño de poder debutar algún día en el primer equipo se iba acercando cada verano que iba subiendo un peldaño, y finalmente se pudo hacer realidad. Un sueño que no habría sido posible sin tres nombres propios que me marcaron durante toda mi formación. Primero de todo, Oriol Tort, que fue la persona que en un primer momento me invitó a hacer las pruebas cuando aún jugaba en mi escuela de Rubí. Y después, siempre tendré muy presentes las figuras de Quique Costas y del Carles Reixach. Tanto el uno como el otro fueron muy especiales para mí y para mi evolución. Capitales.
Tenerife también fue un gran punto de inflexión en mi madurez, ya como futbolista profesional. Era el año 1990 y yo jugaba en el Barça B en Segunda División B. Recuerdo que Johan Cruyff, el entonces entrenador del primer equipo, me dijo que contaba conmigo, pero que ese mercado de invierno era una gran oportunidad para marcharme cedido a un equipo de Primera División y poder debutar en la máxima categoría. Johan, como era habitual, tenía razón. Era enero y llegó la oportunidad de jugar en el CD Tenerife hasta final de temporada. Fui con mi madre y la experiencia futbolística fue tan sensacional como intensa al mismo tiempo. Pude vivir, incluso, una promoción de descenso que finalmente ganamos contra el Deportivo de la Coruña, una gran alegría y, en líneas generales, una estancia de seis meses en Tenerife que me acabó de fortalecer como jugador y como persona.
A veces pienso que mi carrera deportiva se resume en cartas. Cuando eras pequeño te comunicaban por carta si continuabas siendo, o no, jugador del Barça. En Tenerife, sucedió lo mismo. Fue allí cuando recibí por correspondencia la comunicación que el Club -el Barça- me había convocado para someterme a las pruebas médicas correspondientes a cualquier inicio de temporada. Recuerdo ser inmensamente feliz en ese momento. Enseguida vi que Johan había cumplido con su palabra. Aquel año me pude consolidar bastante rápido como el lateral derecho titular y, de hecho, terminamos ganando la Liga después de seis temporadas en las que el Barça no lo había podido conseguir. Ganamos el título tras perder por 4-0 en Cádiz. Desafortunadamente, tuve que ver aquel partido desde casa, ya que estaba sancionado, y recuerdo perfectamente la frustración y las ganas de apagar el televisor viendo como encajábamos un gol tras otro. Por suerte, al día siguiente la Real Sociedad ganó al Atlético de Madrid y nos pudimos proclamar campeones. Era la primera Liga de Johan el mismo año que yo subía al primer equipo. ¿Qué más podía pedir?
Aquel título fue la crónica avanzada de unos éxitos deportivos que marcaron la historia del Dream Team. La siguiente temporada levantamos nuevamente la Liga, la Supercopa de España y la tan deseada Liga de Campeones en Wembley. Aunque pueda parecer un curso perfecto, no fue tan idílico para mí, al menos al principio. En noviembre sufrí una lesión grave en el ligamento cruzado que me mantuvo seis meses alejado de los terrenos de juego. Además, era el año de los Juegos Olímpicos en Barcelona. A decir verdad, me puse esta meta en el horizonte: llegar a los Juegos. Sufrí, pero lo conseguí. Antes, sin embargo, apareció otra cita ineludible. Llegamos a la final de la Champions de Wembley. No sabía a ciencia cierta si podía llegar, ya que con los servicios médicos nos habíamos marcado un plazo de seis a siete meses para poder recuperarme de la lesión. Finalmente, reaparecí unos quince días antes de la final y Johan contó conmigo para disputarla. Fue un 20 de mayo de 1992. Os acordáis, ¿verdad? En Wembley hicimos historia.
Siempre recordaré aquel partido. El míster no sólo me hizo jugar de titular, sino que, además, tenía un encargo muy determinado para mí: hacer un marcaje individual al jugador más desequilibrante de aquella Sampdoria, Roberto Mancini. Cruyff sabía en qué partidos debía motivar al equipo y en qué no hacía falta. Cuando jugábamos contra rivales que a priori tenían un nivel más bajo que el nuestro, nos hacía ver que aquel partido tendría la misma complejidad que una final de la Champions, y curiosamente, cuando llegó una final de Liga de Campeones de verdad, su discurso -como solía suceder cuando nos enfrentábamos a rivales de más entidad- viró hacia el famoso "salid y disfrutad", que al final es el reflejo de una charla previa en la que Johan quiso descargarnos de la tensión y el nerviosismo que llevábamos encima. Y, de hecho, leyó la situación a la perfección. Sin ir más lejos, yo estuve a punto de perderme la final por una gastroenteritis, producto de los nervios, y recuerdo también a Julio Salinas dando vueltas por el vestuario tres horas antes del partido. Éramos un flan. Lo éramos hasta que, al menos yo, salí a calentar y vi a nuestra afición en la grada mientras sonaba Barcelona de Montserrat Caballé y Freddie Mercury. Allí liberé toda la tensión.
¿El desenlace de la final? Todos lo conocéis. Pero lo que quizás no sabéis es que yo no estuve tranquilo hasta tres semanas después de levantar nuestra Primera Champions. Después del partido me tocó pasar el control antidopaje. La cuestión es que días antes de la final me empecé a tomar unos medicamentos para aliviar el malestar por la gastroenteritis. Evidentemente no era ninguna sustancia ilegal, pero en ese momento de gloria absoluta para el barcelonismo, por mi cabeza apareció la irracionalidad de que podría dar positivo y de que quizás nos llegarían a despojar del título. Era un delirio incoherente y, finalmente, cuando me llegó la carta -nuevamente una carta- comunicándome que el control había salido negativo, pude respirar tranquilo al fin.
Aquel verano mejoró aún más con la consecución de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Es cierto que jugamos todos los partidos, menos la final, en Mestalla, y eso no nos permitió vivir de cerca el ambiente olímpico, pero la final la disputamos en el Camp Nou ante 100.000 personas. Fue una forma redonda de cerrar una temporada que no había empezado nada bien.
Wembley fue el punto álgido del Dream Team. Tocamos el cielo. La temporada siguiente volvimos a ganar la Liga, la tercera seguida, y repetimos éxito la 93/94, con la cuarta consecutiva, pero la derrota en la final de la Champions contra el AC Milan -apenas cuatro días después de levantar aquella cuarta Liga- supuso un punto de inflexión para nuestro ciclo. No nos esperábamos aquella derrota. Entramos en la final pensando que éramos invencibles, pero la realidad nos dio un revés inapelable: nosotros no habíamos tenido ni una semana para preparar la final y el Milan lo había podido hacer durante más de 20 días. No tuvimos nada que hacer, fueron muy superiores. Pienso que aquella final de Atenas fue el inicio del fin del Dream Team. Creo que aquel equipo tenía aún más recorrido, pero poco a poco se fue desmontando.
En la temporada 96/97 llegó Bobby Robson para sustituir a Johan en el banquillo. Robson era un gran entrenador, pero no llegó a coger los galones que tenía Cruyff dentro del grupo. Y una temporada más tarde llegó Louis Van Gaal. El holandés me comunicó desde el inicio -prácticamente sin verme ni entrenar- que no contaba conmigo y que, si encontraba algún equipo, era libre de irme. Sin embargo, decidí quedarme y tuve la oportunidad de jugar casi toda la segunda vuelta de aquella temporada 97/98, pero el discurso de Van Gaal no había cambiado. Era hora de irse. Y allí surgió la oportunidad de jugar en Inglaterra con el Chelsea. Fue una gran experiencia. Lo que más me sorprendió de aquella etapa era la tranquilidad con la que podía vivir a pesar de ser jugador profesional. No había periódicos deportivos ni cobertura mediática. Recuerdo que podías salir a la calle entre semana y que la gente prácticamente ni te conocía, era una sensación muy agradable porque podías disfrutar de tu trabajo sin la presión a la que estabas expuesto en Catalunya y en el resto del Estado. Después de cinco temporadas defendiendo los colores blue colgué definitivamente las botas.
Es muy fácil echar de menos el fútbol cuando ya no estás involucrado en él. Supongo que es por eso que cuando en 2010 salió la oportunidad de convertirme en entrenador, no me lo pensé. Empecé mi trayectoria en el Vitesse holandés y la continué en el Córdoba y en el Mallorca. Desde entonces he evolucionado mucho y ahora tengo el orgullo de decir que soy el entrenador de los Barça Legends. Se trata de un proyecto muy ambicioso del Club con el que también estoy aprendiendo muchísimo. ¿Poder ser algún día el entrenador del primer equipo del Barça? Sería un sueño, claro. El fútbol da muchas vueltas y ya veremos, pero ojalá pueda hacerse realidad algún día.
De culé a culé. Muchos ánimos y mucha fuerza a todos y a todas en estas semanas difíciles para nuestra sociedad. Vamos a salir de esta, no lo dudéis.
Força Barça!